Hay que
dejarlo claro desde el principio; uno no es mejor que otro cuando nace, lo es
en el momento en el que muere y se recopilan todos los logros que ha
conseguido. Giramos ante una misma idea;
la “tolerancia”, pero no todos somos igual de abiertos de mente como para saber
interpretarla de manera similar y/o responsable. El problema no es situarnos
todos en el mismo nivel de tolerancia, las discusiones surgen cuando empieza a
afianzarse el término en crecimiento exponencial como es la “discriminación”. Estamos acostumbrados a darle preferencia a la marginación
frente a un posible acercamiento, cuando concebimos algo como distinto a lo que
cada uno somos.
Perdura
el rechazo emocional por un físico que
no se puede elegir, se nos inculcan unas creencias que las automatizamos y las
hacemos intrínsecas, pero que muchos otros tachan de extrañas. Lo más
complicado de asimilar es que seres sin raciocinio como los animales tengan más
sentido común que nosotros en factores de empatía. Solo con su instinto saben
que es inútil desplazar a sus congéneres, la solución comienza en la unión. Por
mucho que tengamos presente todo lo que no consideramos justo, lo primero que
se debe poner en marcha es la implicación de uno mismo. Los miedos se superan
enfrentándose a ellos, al igual que lo reprochable debe ser atacado con
coherencia que nos lleve a un atisbo de esperanza en la humanidad reciente.
Para mi
sería un orgullo que se me acercaran y me gritaran que soy un animal, pensaría
que esa intervención espontánea hacia mi persona me convierte en un ser
preocupado por la sociedad, el entorno y los congéneres que me rodean. Una
buena respuesta para este problema planteado constaría de una involución; la
transformación de las bestias que somos en animales que no juzgan ni prejuzgan
y, mantienen la máxima de que la cordialidad facilita la convivencia. Que la
igualdad de la razón se equipare cuanto antes a la paridad racial, étnica y
cultural si no queremos acabar con la riqueza que supone la pluralidad de
valores.
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