Esta película de 1997 del estadounidense Andrew Niccol es una muestra fehaciente de la sociedad del
perfeccionismo. Un mundo donde para garantizar la estabilidad y el equilibrio,
lo que se pretende es crear genéticamente a los recién nacidos para que no
sufran ninguna patología ni reciban el lujo de tener problemas. Quizás podamos
decir que ni de lejos llegaríamos a esos límites, pero si observamos con más
detalle nos damos cuenta de que en parte ya vivimos en ese ambiente donde tiene
mayor cabida la perfección que cualquiera otra persona que no pueda llegar a
ésta por la interposición de algún obstáculo en su vida.
Podemos definir
lo de hoy en día como la sociedad de la imagen, un prototipo de ser que debes
de cumplir para ser aceptado y que cuantas más taras poseas, menos posibilidades
tienes para poder llegar a cumplir ciertos objetivos. Se nos presiona tanto en
este tema, ya sea publicidad, campañas, las personas… que algunas personas, en
las que me incluyo, llegan a desesperarse y a preguntarse la razón de este
desplazamiento o repudio. Según dicen, la primera impresión lo es todo para
empezar con buen pie pero, ¿qué pasa si estás destinado a no crear esa buena
intención? Supone un conflicto interno, el querer y no poder. El pensar que
tienes las mismas posibilidades que el resto de personas es ya una incógnita,
y, sobre todo, cuando la cabeza no hace mas que decirte constantemente que no
estás a la altura de los demás. Muchos son los pensamientos que te hacen creer
que nunca llegarás a nada, la envidia que sientes al ver el disfrute de otras
personas, toda la mierda que tu cabeza intenta conseguir que te lo creas cuando
realmente, puede ser, que vivamos en un mundo igualitario y que ofrece las
mismas oportunidades a todos. Pero de momento mi cabeza me dice que no se lo
cree…
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