Creo que voy a empezar a soltar
una de las mayores verdades que dudo que me pueda refutar alguien. Lo haré en
forma de pregunta: ¿qué coño les pasa a las bibliotecas? O mejor dicho ¿qué le
pasa a la gente que se supone que va a estudiar? Ya no me acuerdo lo que
significa respirar ambiente de concentración. Ahora huelo envidias, celos,
hormonas alteradas y, sobre todo, escucho conversaciones que tienen menos sentido
que esquinas mi escroto.
Escribo estas palabras desde la
“cantina” de económicas, jóvenes reunidos con un único propósito: dejar volar
el tiempo. Me pongo los cascos pero ni siquiera eso parece frenarles porque
¡dan golpes a la mesa! Ya captan la atención de todos mis sentidos pero sin embargo
no le encuentro explicación. Niñas arregladas, tacones taladrando suelo y
oídos, perfumes caros y carcajadas que resquebrajan cualquier tensión surgida
por los diálogos. No olvidar los monólogos que algunos inventan, ya podían
convertirse en soliloquios y así no tendría que ser participe de unas penas que
no me interesan.
Veo botellas de agua, será para
cuando se les sequen los labios y se queden sin voz. A veces pienso que todos
tienen exámenes orales menos yo, felaciones amigos, ahí está la solución. El
caos se apodera de un recinto destinado al silencio. Hasta en la ciudad
universitaria, en facultades como la de filología son los pasos los que mandan.
Por no hablar de los aposentos de la cultura filosófica cuya antigüedad hace
gala en la estructura interna y fachada de este viejo y descuidado
emplazamiento. Culos inquietos que no aguantan ni cinco minutos sentados. De
repente empieza el juego de las sillas, a robar asientos, móviles que suenan.
Odio estas ludotecas.
Unos genios de la magia que con
sus trucos desaparecen sin dejar apenas rastro, solo unas hojas, a veces en
blanco, son las únicas pistas a seguir. Parece que se han desintegrado, o
quizás han sufrido una implosión al intentar ponerse a ojear apuntes.
Otras veces pienso que verdaderamente
la gente estudia, sí, pero a través de sus móviles de última generación. No
despegan sus ojos de esos hipnóticos aparatos, yo nunca lo he probado pero
igual funciona y todo ese método. Luego llega un instante en que lo dejan
acostado en la mesa, pero tienen vida, comienzan a vibrar escapando de todo
aquello, las bibliotecas no son un buen lugar para la telefonía móvil.
Deberían poner luces en el
pasillo central y una alfombra, todos lo piden a gritos tanto hombres como
mujeres. Una pasarela por la que desfilar, la gente se quiere mucho incluso
cuando están agobiados por los exámenes.
El que no está bebiendo, está
hablando o sino se disponen a fumar, tal vez escuchan música, se ríen, juegan
al Apalabrados o envían whats up mientras actualizan su perfil
de Facebook. Nos invaden todas las
muestras de su inexistente agonía mediante Twitter.
Nos está comiendo todo lo ajeno.
Sigo enloquecido por la misma
idea no se cuál es el mejor lugar para concentrarse, pero se cuáles son los
menos proclives para ello, las bibliotecas. Este pensamiento siempre está en
nuestras mentes, en la de los demás y en la mía. Quizás formamos parte de ese
círculo vicioso que crea este asqueroso microclima de desesperación y mala
hostia para el estudio. Generación de inútiles incapaces de separar
obligaciones y ocio.
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